Lo que está ocurriendo en materia de seguridad es insoportable. La
población marabina está aterrorizada por efectos de la creciente violencia
criminal, en medio de la más profunda crisis institucional.
Hemos dicho en el pasado que las cifras de la delincuencia alcanzan en
nuestra ciudad ribetes bélicos, y volvemos a repetirlo; a pesar de la
displicente postura de las instituciones de seguridad, empeñadas en
entretenernos con torpes parafernalias efectistas, sea que se llamen
operativos, dispositivos o comandos unificados. Desgastada e ineficiente
metodología que surge, de vez en cuando, con rimbombantes apelativos para
mitigar el miedo y lavar la cara de un sistema de seguridad podrido hasta los
tuétanos.
No podemos seguir engañando a la gente; frustrando sus expectativas en
materia de seguridad; cuando la realidad es que no se hace nada para enfrentar
las causas de la escalada criminal.
La revolución ha hecho leyes muy importantes, entre las que se cuenta
Ley Orgánica del Servicio de Policía y del Cuerpo de Policía Nacional, que
apuntan hacia el núcleo del problema: transformar el sistema radicalmente e
instaurar una política antidelictica de carácter social que ataque los factores
criminógenos, mientras se reprime contundentemente los actos delictivos. Pero,
una vez más, las leyes son letra muerta en manos de una burocracia incapaz de
materializarlas en beneficio de la gente.
El simbolismo legal, lo sabemos los criminólogos, solo ha servido en
Venezuela como catarsis, para hacer creer que se hace algo, cuando en la
práctica no pasa nada, absolutamente nada para materializar el mandato legal.
Al contrario, se deterioran cada vez más las instituciones policiales, a tal
punto que ya no sabemos si es más temible el delincuente o el policía.
El gobierno regional y los locales siguen de espalda al nuevo paradigma
policial; ingresan clientelarmente a funcionarios corruptos, les dan
responsabilidades de primer orden; ordenan secuestros, sicariatos y extorsionan
a diestra y a siniestra con el mayor desparpajo y la mayor impunidad.
No conforme con ello, se preparan nuevas promociones de funcionarios
aquí y allá, sin el más mínimo control; reproduciéndose de manera cotidiana
esta aberrante degradación institucional.
El llamado es a la responsabilidad política; el Estado condena a muerte
a mucha gente honesta cuando se desentiende de sus obligaciones en materia de
seguridad. ¿Por qué no se acaba con las mafias policiales de una vez por todas?
Si todo el mundo sabe que la policía participa del secuestro, de la extorsión y
el sicariato, ¿por qué diablos no se actúa? ¿Por cuánto tiempo más la pena de
muerte subterránea y la matraca? ¿Por qué no se enfrentan las organizaciones
delictivas, antes que vivamos una guerra civil como la que vive México? ¿Por
cuánto tiempo más debemos rescatar los vehículos que nos roban?; ¿hasta cuándo
se cobra vacuna?; ¿por cuánto tiempo más debemos soportar que se delinque desde
las cárceles?; ¿por cuánto tiempo más las cárceles son antros donde un gobierno
paralelo, armado hasta los dientes, cobra por protección y condiciona el
régimen penitenciario y al poder judicial? ¿Hasta cuándo esperamos que la
policía comunal sustituya a esa suerte de paramilitarismo instaurado por
gobernadores y alcaldes, para decidir sobre la vida y la muerte de la gente?
No hay derecho, ¡carajo! Una cosa es el humanismo revolucionario y otra,
la actitud bobalicona y timorata de quien no hace nada para no equivocarse.
Los que creemos en los cambios revolucionarios, creemos también en la
crítica; creemos además que el compromiso político implica asumir los riesgos
necesarios para hacer valer los principios.
Que no quede pues títere con cabeza; se trata de que la vida, la paz y
la convivencia ganen la batalla a la cultura de muerte que se enseñorea en
nuestras calles y avenidas.
La discusión
acerca del destino político de Maracaibo es de imperiosa necesidad. La ciudad
está a la deriva sin que parezca importarle a nadie. Maracaibo, la muy noble y
leal ciudad que soportó el marasmo de más de un siglo de abandono, desde que
Cipriano Castro nos dejó por más de cuatro décadas sin Universidad; se empinó a
duras penas sobre la secular desidia en las postrimerías del siglo XX; con la
elección de alcaldes y gobernadores. Entonces, la ciudad por fin recibía parte
de la riqueza que prodigó por años al resto del país. El progreso material, el
cemento, los brocales y el asfalto, contrastaron dramáticamente con la ciudad
marginada de otros tiempos. Pero, a la postre, la bonanza resultaría ilusoria;
pues, amén de obras de infraestructura de relativa importancia; los recursos se
dilapidaron en efectismo intrascendente y en grosero proselitismo político, en
detrimento de la procura de mejores condiciones de vida material y espiritual
para la gente.
Los proyectos
de ciudadanía que alguna vez se concibieron, fueron rápidamente abandonados en
favor de obras fútiles. Por el apremio electorero y el interés económico
individual, quedaron en el camino la atención de las necesidades fundamentales
de la gente; el rescate del casco histórico, el saneamiento del Lago de
Maracaibo y su malecón; la atención del comercio informal, de los mercados; los
proyectos de ciudadanía plena, la policía, los bomberos, el transporte urbano,
y tantas otras iniciativas de profundo contenido humanista que despuntaban
vigorosas en el pasado reciente. Hoy, como nunca antes, la ciudad se debate en
la incertidumbre, entre el caos y la ruina (la frase es del desaparecido Cheo
Barrios en su gaita Miseria); sin idea de futuro, sobreviviendo casi por
inercia, en un limbo político insoportable.
Maracaibo,
primera ciudad de teatro, de cine, de energía eléctrica, de banca; con una
universidad centenaria, con su puerto; cuna de una pléyade de hombres y mujeres
ilustres que ayer como hoy, son imprescindibles a la hora de pensar lo que
somos y queremos ser, no puede conformarse con este oscuro devenir.
Los que hemos
nacido en esta ciudad y los hijos adoptivos de esta tierra que la aman tanto
como nosotros; los que creemos en la dignidad de nuestro gentilicio, de
nuestras costumbres, de nuestro acervo histórico y cultural; no podemos
conformarnos con este destino y nos pronunciamos por un giro en la política
local, a propósito de la cercanía de las elecciones municipales. Así como se
discutirán las candidaturas a la Asamblea Nacional, debe abrirse el debate
sobre la Alcaldía de Maracaibo; sin ambages, con los proyectos en la mano, sin
el ventajismo de quienes, valiéndose de sus posiciones, son sempiternos
candidatos y se mantienen en los medios alimentando sus proyectos individuales.
Los marabinos no podemos aceptar impasiblemente que, mientras tanto, la ciudad
se caiga a pedazos.
No podemos
aceptar que se nos condene al caos que representa el grave clima de inseguridad
que vive la ciudad. Mientras que el gobierno nacional, el regional y el local
se endilgan recíprocamente la responsabilidad acerca de la creciente violencia
criminal; los marabinos viven la tragedia cotidiana de los muertos, heridos,
secuestrados, de los robos, los hurtos; en fin, de la cultura de muerte que se
enseñorea en barrios y urbanizaciones ante la mirada indolente o la torpeza
supina de las autoridades. El Estado, es decir, el gobierno nacional, regional
y local; es responsable por acción u omisión de esta desgracia que padecemos.
Creemos firmemente en la necesidad de un gobierno local legítimo, con
participación popular, plural y eficiente, que se ocupe con decisión del
problema de la inseguridad y articule políticas con el gobierno nacional.
No podemos
aceptar que se siga invirtiendo recursos en obras efectistas que sólo favorecen
a unos pocos, mientras se condenan nuestros barrios a las migajas de un populismo
anacrónico e inmoral. No queremos más asistencialismo, no más dádivas, no más
postergamiento de obras fundamentales; no más latrocinio en detrimento de la
gente que sufre penurias de todo tipo. Lamentable resulta el caso de Ciudad
Lossada, de Ciudad Marite, las carencias de barrio adentro, de los mercales, de
los mercalitos, de los pdvales, de los pdvalitos y de sus clones regionales y
locales. Mucha precariedad, mucha burocracia ineficiente y corrupta, demasiada
lenidad, demasiada alcahuetería e ineptitud. Necesitamos que la gestión
gubernamental de carácter local asuma el reto de materializar estos derechos,
largamente preteridos, por intermedio del poder popular y del liderazgo
legítimo de tanta gente decente, que sólo se toma en cuenta en época de elecciones.
No podemos
aceptar un transporte urbano tan vergonzoso. Consideración aparte de la
dignidad de los trabajadores del transporte, se impone poner orden en este caos
infernal. Unidades formales, financiadas por cuanto organismo pueda imaginarse,
distribuidas con criterio clientelar; son aventadas a la ciudad sin ton, ni
son, por encima de toda normativa. En ausencia de un plan maestro, las unidades
van por las calles a la velocidad que les parece, parando donde les place;
rotulados de manera proselitista y circulando a la hora que les de la gana. Los
carritos por puesto, en las mismas condiciones y una flota no determinada de
piratas que hacen de las suyas en contra del trabajador formal y lo que es
peor, son oportunidad para el abuso y la comisión de innumerables delitos. Ni
se diga de los taxistas que atraviesan la ciudad sin Dios, sin ley y sin Santa
María. La ciudad requiere de un gobierno local idóneo, que con el concurso de
la gente y del personal calificado, ponga orden en el caos para beneficio de
usuarios y transportistas.
No podemos
aceptar el caos urbano. Aquí se construye lo que sea, sin que autoridad alguna
proteja a los ciudadanos de desmanes y tropelías. La violación de las
ordenanzas es la norma, sumiendo la ciudad en la anarquía: se construye muchas
veces sin permiso, en las aceras, sin retiros; afectando la convivencia y la
calidad de vida de la gente. Se requiere un gobierno local que asuma sus
potestades con firmeza, para garantizar una ciudad armoniosa para las futuras
generaciones.
No podemos
aceptar el infame servicio de aseo urbano de Maracaibo. En tiempos de
preocupación medioambiental y cambio climático; la ciudad dispone sus desechos
en un basurero contaminante y humanamente denigrante. Urgen acciones para
colocar nuestra ciudad a tono con las exigencias actuales en materia de
conservación y preservación del ecosistema.
No podemos
aceptar que se destruya nuestra identidad, somos puerto, somos pueblo de agua,
somos gaita y Chinita; hablamos de vos y amamos los colores bajo este sol
inclemente que tanto determina nuestra manera de ser y de vivir. Nuestro
patrimonio está en ruinas: la Basílica, los Atlantes, la Calle Comercio, la
Iglesia de Cristo de Aranza, el Paseo Ciencias, lo que queda de la plaza
Urdaneta, lo que queda del monumento a Udón, lo que queda de la Plaza Baralt,
la ausencia imperdonable de Lossada, el Retén de Bella Vista, lo que queda del
Hotel Granada, lo que queda de la casa de Pérez Soto; lo que queda de nuestra
antigua grandeza material y espiritual. Queremos preservar nuestra memoria y
nuestra idiosincrasia, lo trascendente del legado de nuestros héroes,
intelectuales, cultores y cultoras: Urdaneta, Baralt, María Calcaño, Udón,
Idelfonso, Jesús Enrique, Eduardo Matthias y tantos otros. Más
contemporáneamente, Armando, Ricardo Aguirre, El Indio Miguel, Chevoche, Lía,
Inés Laredo, Imelda Rincón, Haydée Viloria, Ana María Rodríguez; que son
ejemplo paradigmático de marabinas y marabinos por nacimiento o porque se
sembraron en este terruño para enaltecer nuestro gentilicio. Queremos beber de
esas fuentes para proyectar nuestro devenir. Maracaibo tiene personalidad
propia, nadie debe ofenderse por ello, no tenemos vocación de republiqueta;
pero, como diría Alí Primera, tenemos una historia bonita que queremos preservar
para nuestros hijos y nietos. A pesar que por siglos vivimos más conectados con
las Antillas y con la Nueva Granada que con el resto de Venezuela; después de
la Batalla Naval, que nadie tenga duda de nuestra venezolanidad, ni se sienta
tentado a las condenas históricas a priori. El comportamiento político del
Zulia y de Maracaibo no se debe a ninguna actitud retrógrada o conservadora, se
debe a la torpeza de quienes, llamándose progresistas, no han sabido
interpretar las legítimas aspiraciones de este pueblo bravo y fuerte. No
creemos en separatismos o regionalismos banales; sólo exigimos respeto por
nuestra ciudad y nuestro gentilicio. Se impone abandonar las posturas
burocráticas y bajar a discutir con la gente, cara a cara, acerca de su
destino.
En tiempos de
auto postulaciones, convencido de la crucial importancia de conquistar este
espacio político para estos propósitos, queda mi nombre a consideración de los
marabinos. Presto estoy a servir a mi terruño si la voluntad popular me
acompaña.
La ciudad
cerró un capítulo ominoso con la huida del Alcalde electo en noviembre pasado.
El mito Rosales se hunde en el lodo de la corrupción, ojalá para dar paso a una
nueva historia para nuestra ciudad. Una historia que la gente decente puede
construir, si se superan los esquemas políticos que han sumido a los sectores
progresistas en la crisis que hoy padecen. Rosales desde su primer gobierno,
producto de un escandaloso fraude electoral; se granjeó su popularidad con
obras de infraestructura: ornato, vialidad, plazas, brocales, pintura amarilla,
ojos de gato y horrendos pórticos fluorescentes donde se rindió culto a él y a
la espuria bandera de su partido. El despilfarro en obras efectistas que
enriquecieron a funcionarios, testaferros y contratistas, privaron a la postre
a la ciudad (y luego al Estado Zulia) de ejecutorias que la gente pobre ha
venido esperando por mucho tiempo, a pesar de que al principio fueran bien
recibidas, en contraste con la inacción de gobiernos anteriores aun peores.
Este nefando gobernante supo valerse de la vieja estratagema populista del pan
y del circo. Pan que repartió en denigrantes mercados a pleno sol y circo,
mucho circo; farras, fuegos artificiales y luces que, como en Bella Vista,
podían mezclar a Mickey, con muñecos de nieve, la torre Eiffel y parapéticos
símiles del puente sobre el Lago. Rosales no es autor de ninguna obra
trascendente, no cultivo los valores de nuestro pueblo más allá de la
demagogia, no enalteció nuestra historia, no cultivo el arte, ni construyó
ciudadanía; hizo de la ciudad y luego de la región el escenario del populismo
más vulgar, comprando consciencias y voluntades con la astucia del pillo. No
solo repartió miseria material: bolsas de comida, dinero a manos llena; sino
también miseria espiritual y la vieja cultura de la comisión y de la coima.
Mediante un inmenso gasto publicitario construyó además una idea de la
zulianidad a su medida, Chinita incluida; que caló en la gente, a pesar de la
ramplonería de su discurso y su escandalosa ignorancia.
Y todo ello
por nuestra torpeza, por nuestra ausencia inexcusable, por el individualismo
cuarto republicano de nuestra dirigencia, por nuestra anemia argumentativa y/o
la falta de trabajo ideológico, por nuestra burocratización y porque, en
definitiva, terminamos imitando al hoy prófugo, ansiosos de obtener, a su modo,
el favor popular, aun traicionando los principios socialistas y denigrando
tácitamente del espíritu intrínsecamente revolucionario y transformador del
pueblo.
Nuestro
liderazgo abandonó la calle, no trabajó más con la gente; al contrario, le negó
los recursos para sus obras, abandonó la política de seguridad, abandonó la policía
y defraudó las esperanzas en esa nueva sociedad que se ofrecía y que en algún
momento despuntaba vigorosa. Mientras la farsa adeca se desarrolla sin pausa,
la agenda del sector progresista, hoy más que nunca, sigue en suspenso. En lo
local no se discute acerca de los problemas más acuciantes de la ciudad: el
ordenamiento urbano, el rescate del casco central, el transporte, el
saneamiento ambiental, las cañadas, los servicios: aseo urbano, gas, aguas
negras, alumbrado; pero sobre todo sobre la creación de los espacios de
participación y de protagonismo de nuestra gente en la gestión revolucionaria
del proceso. Ni siquiera se hace hoy oposición a la deficientísima gestión de
un alcalde provisorio que ha sumido a nuestra ciudad en un limbo político. En lo
nacional: la perpetua e inexcusable penuria del agua; el desinterés por el
rescate del lago, las carencias en programas tan nobles y encomiables como son
las misiones sociales; las grandes obras paralizadas y, otra vez, la precaria
gestión en materia de seguridad personal; sumen a la gente en la desesperación,
el pánico moral y el escepticismo.
Algunos de
nuestros líderes se entronizaron y se aferraron al paradigma de la
representación, sofocando el poder popular y los principios constitucionales de
1999. Los viejos esquemas del Estado burgués, el terror burocrático y la
ineficacia de las instituciones locales y nacionales han desalentado a un
pueblo que no ha tenido otra salida que el pragmatismo, el voto castigo y la
desmovilización. Hay que combatir la corrupción y perseguir a cuanto corrupto
ande suelto, pero al mismo tiempo revisar, rectificar y reimpulsar nuestro
proyecto revolucionario en Maracaibo. Así como la decencia es consustancial al
espíritu revolucionario, la mera vocación de denuncia resulta vana sino se
acompaña de praxis transformadora. Entonces, que los viejos liderazgos abran
paso a liderazgos legítimos y a la participación auténtica de quienes queremos
recuperar la ciudad para la revolución.
El problema de
la inseguridad es la preocupación fundamental de los zulianos. El secuestro se
ha convertido en pan nuestro de cada día, así como los homicidios, el
paramilitarismo, el robo y el hurto de vehículos. Una simple ojeada a la prensa
da cuenta de hechos de sangre que se cometen a diario con espeluznante
violencia, dejando al descubierto la degradación de las instituciones de
seguridad y su ineficacia, tanto como la creciente destrucción de la
convivencia social. A pesar de que la violencia delictiva alcanza ribetes
bélicos, se viene integrando con indiferencia al paisaje cotidiano, por el
fatalismo de la gente y el desenfado indolente de las autoridades locales y
regionales. La página roja de la prensa local es el parte de guerra, en donde
se leen las bajas diarias de gente trabajadora y honesta en el campo de batalla
en que se ha convertido Maracaibo y el resto de las poblaciones del Estado
Zulia.
Podría
argumentarse que el amarillismo y la construcción subjetiva de la realidad por
medio de la noticia ha sido política de mercadeo de los diarios, también que ha
sido un pretexto para el uso de la fuerza como forma de mitigar el sentimiento
de inseguridad, cuando se ha querido dejar incólumes las causas estructurales
de la violencia criminal. Por tanto, no será nuestro propósito pegar el grito
para que se imponga el orden a troche y moche. Las cruzadas morales de ley y
orden han sido pretexto en el pasado para razzias fascistas, que persiguen en
el fondo la pervivencia del Estado capitalista y, por ende, de su racionalidad
intrínsecamente criminógena. Hoy, sin embargo, la escalada de la criminalidad
es un hecho incontrovertible que obliga al Estado a dar respuestas represivas,
aunque ello implique resolver la paradoja entre el uso legítimo de la fuerza y
el carácter humanista de la política criminal socialista.
Y es que, aun
cuando las campañas de los medios persigan objetivos políticos, no se puede
negar la grave situación de inseguridad que padecemos. Lo que vivimos en el
Zulia no es producto de la imaginación, es el drama cotidiano de ciudadanos
sitiados por la delincuencia, el desgobierno y la corrupción policial. Por
encima de todo, el fracaso de los cuerpos de seguridad, hace mella en la fe de
la gente, dejando espacio a una peligrosa actitud de anomia y resignación
frente a la creciente violencia criminal e institucional. La población se
distancia de los cuerpos de seguridad para defenderse privadamente de las
amenazas: entre rejas, cerraduras, cámaras y cercos eléctricos, viviendo en
villas cerradas o pagando por protección. Vale decir, enfrentando la
inseguridad con más inseguridad, fragmentando los espacios de convivencia,
destruyendo el tejido comunitario; la gente se apaña para seguir su vida con
prescindencia de autoridades que no le merecen confianza. Cualquier cosa, antes
que confiar en la policía o enfrentarse al terror de la burocracia penal,
plagada de trámites y engorrosos procedimientos, que convierten la denuncia en
un via crucis tan hiriente y humillante que se asimila al proceso mismo de
victimización.
Se impone en
primer lugar la transformación de los servicios de policía. Mientras se lucha
contra las causas estructurales de la delincuencia, insistimos, hay que
reprimir en el corto plazo la creciente inseguridad. Reprimir implica
necesariamente idoneidad y decencia en el desempeño policial, vale decir,
superioridad moral de las instituciones llamadas a ejercer la fuerza legal. Se
sabe a ciencia cierta, sin embargo, que demasiados funcionarios policiales en
el Zulia son criminales; ellos mismos autores del 20% de los delitos que se
cometen en la región, según cálculos oficiales conservadores. Aunque la
sociedad socialista deba plantearse la transformación ética e institucional del
control formal en el mediano plazo (tribunales, ministerio público, cárceles y
demás instancias de socialización), abordar la cuestión policial no admite más
demora. No es posible seguir tolerando el actual clima de inseguridad, mientras
se espera por la definición, necesaria por demás, de una política criminal
todavía incipiente.
Debemos
apresurar el paso, trabajar sobre la marcha, con denuedo y coraje; porque de
ello depende la vida y la dignidad de mucha gente decente que no sobreviviría a
las estrategias de mediano y largo plazo que se discuten. Entonces, que el
Ministerio del Poder Popular para las Relaciones Interiores y de Justicia asuma
su facultad legal como órgano rector de los servicios de policía, en ausencia
de políticas locales y regionales en la materia. Así no sólo se daría
cumplimiento a un mandato constitucional y legal que involucra derechos y
garantías fundamentales, también se abonaría el terreno para la transformación
ético-política de nuestra región.